Refugiados de la chatarra
Miles de inmigrantes recorren las calles
de España desde el comienzo de la crisis en busca de residuos metálicos,
chatarra, para sobrevivir.
Esta es la historia
del senegalés Sarra Waly
Un buen día son unos
300 kilos de chatarra. Con ese peso,
el carrito de Sarra traquetea de lado a lado por la acera y apenas puede
anclarlo en una farola mientras rebusca con las manos en algún contenedor. Un
buen día suelen ser 30 kilómetros andando durante 10 horas sin parar a comer.
Da igual. Porque cuando llega a la báscula y los dígitos tienen tres cifras
significa que ha valido la pena. Son 40, 50 euros… Pero antes de cobrar hay que
triturarlo todo a martillazos en la nave. Calderas, tornillos, placas de
ordenadores, tuberías… Las partículas de polvo metálico vuelan por los aires y
la montaña de residuos crece a cámara rápida. Eso también tiene que hacerlo el
senegalés Sarra Waly, uno de los miles de inmigrantes que la crisis expulsó del mercado
laboral y que han encontrado refugio en la chatarra.
Barcelona es la
capital de este fenómeno. Por el clima, por la orografía y puede que por la
posibilidad de almacenar la basura metálica que ofrecen las naves abandonadas
del antiguo barrio industrial del Poble Nou.
Pero en todas las
ciudades de España —en Madrid suelen ser rumanos— hay gente empujando un carrito de supermercado con un
palo en la mano para escudriñar en el fondo de los contenedores.
Desde el
comienzo de la crisis, estos vagabundos
de la chatarra —como los bautizaron y retrataron brillantemente en
su novela gráfica Jorge Carrión y Sagar Forniés—
buscan fortuna desguazando los restos de la bonanza española que ellos mismos
ayudaron a construir.
La mañana que EL PAÍS
recorrió las calles de Barcelona con uno de ellos, la mayoría eran
subsaharianos. Pero también hay rumanos, marroquíes, españoles y hasta un
japonés que lleva un perrito atado al carro toda la jornada. Algunos duermen en
naves abandonadas o en alguno de los más de 40 asentamientos ilegales que hay
en Barcelona. Otros viven en pisos
patera de y pagan el
tren el día que pueden para ir venir a trabajar. El precio de lo que buscan,
torpedeado por la producción de acero
chino y el exceso de achatarramiento, se ha desplomado un tercio desde
2006. Para sobrevivir, cada vez hay que cargar más.
En aquella época,
Sarra Waly, senegalés de 37 años con hija y esposa en Tambacounda, no pensaba
en la cotización del metal en la Bolsa
de Londres, el mercado donde se decide el valor de lo que él recolecta hoy
como medio de vida. Hijo de una familia de campesinos, llegó en 1999 a España,
donde entró con la ayuda de una agente de la Guardia Civil en Ceuta,
recuerda antes de empezar su jornada. Desde entonces ha hecho de todo, siempre
con sus manos, grandes y endurecidas especialmente en los dos últimos años.
Jardinero, recolector de fruta en Murcia… En 2006, en plena burbuja, consiguió
un trabajo en una subcontrata del túnel del AVE. Ganaba 2.500 euros. Su jefe de
entonces acabó en la cárcel por inflar precios. Y él, en la calle.
A las 7.30, decenas
de buscadores llegan a la nave de la calle Juan de Austria. Traen en el
bolsillo un papelucho arrugado con un número de registro para vender aquí el
género. Al final de la jornada, lo entregan en la báscula y Karim, un senegalés
de 40 años que ha prosperado en este negocio, les paga el precio
correspondiente: 0,13 euros por kilo. Es difícil pasar de 30 euros. “Así no se
vive, se sobrevive”, admite con unos auriculares al cuello y una sudadera azul.
Luego, él lo vende a una chatarrería
más grande de Badalona que termina llevándolo a una fundición para transformarlo en
acero.
España recoge alrededor de 7,2
millones de toneladas de chatarra al
año. Una buena parte procede de los carros de estos
supervivientes. Alicia García Franco, directora general de la Federación
Española de la Recuperación y el Reciclaje, cree que se trata más bien de un
problema social. “Esta gente no roba, recoge material abandonado o pedazos de
instalaciones desechadas… Lo llevan a una chamarilería, que es pequeña y legal.
Están limpiando las calles y se sacan un dinero”, señala.
Pero algunas mafias ven mano de obra barata y los reclutan en pequeñas
cuadrillas que distribuyen en distintos lugares de la ciudad. Trabajan en
turnos de noche y de día. Pasadas las horas, les recogen con las furgonetas de
nuevo y les pagan un pequeño porcentaje por los residuos. Ibrahim, un buscador
de Gambia que camina por el Ensanche barcelonés, trabaja así. Al principio le
salía a cuenta; hoy se ha convertido en esclavo de otros compatriotas, asegura.
En parte por
eso, el
Ayuntamiento de Barcelona creó la cooperativa que ha empezado a dar cobijo legal
a algunos buscadores desde hace un año. De momento hay
unas 25 personas de casi 10 nacionalidades distintas. Pero cuesta arrancar
“Queremos evitar esas situaciones regularizando a estas personas. Pero somos
conscientes de que estamos empezando”, señala Guillermo Rojo, coordinador de
Alencop. La mayoría sigue a la intemperie legal.
Cada
día, a partir de las seis de la tarde, 10 horas después de comenzar el viaje,
regresan a la nave en procesión. En la puerta esperan unos cuantos marroquíes
que examinan los carros y buscan algún objeto para revender. Ofrecen uno, dos,
tres euros... Mohamed embarca una vez al mes su coche en un ferry hasta Tánger
cargado hasta arriba para revender esos artículos. Conoce a casi todos los
buscadores. “Es curioso, se habla mucho de los refugiados y de lo necesario que
es ayudarles. Y es cierto. Pero a veces nadie se acuerda de los que estamos
aquí”, analiza.
Sarra pasa por su lado y sonríe por debajo de
su bigote. Todavía le queda una hora de desguace para volver a casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario